El ejercicio de esta bella profesión me ha llevado a
participar, de una u otra forma, en cientos (por no decir miles) de
asambleas, reuniones, plenarias, consejillos, etc., cuyo sano propósito
ha sido siempre analizar disímiles problemas, enmendar entuertos o
buscar alguna salida para resolver las imperfecciones en el trabajo.
Sin embargo, en una buena cantidad de ellas (para no pecar de absoluto) los informes y las intervenciones de los presentes apenas tocan la epidermis del asunto en cuestión, envueltos en generalidades, cifras incomprensibles y anécdotas intrascendentes, amén de uno que otro bostezo o “pestañazo”.
Pocas veces se señalan las causas que generan un resultado negativo, y mucho menos se menciona al responsable directo de la pifia, única manera de coger al toro por los cuernos y que no logre escapar entre reflexiones filosóficas, “haraquiris” a destiempo e insulsas y agotadoras diatribas.
En tales escenarios es muy frecuente, casi obligado, hablar en primera persona, pero del plural: somos, tenemos, nos ha faltado, no hemos sido capaces, debemos reconocer… Queda entonces la duda: ¿a quién le ha faltado?, ¿quién no ha sido capaz?, ¿quién debe reconocer que ha errado?
Lo peor del caso es que, gracias a ese lenguaje envolvente, la responsabilidad casi siempre se diluye y todos, colectivos enteros, van a parar al mismo saco de los inculpados, cuando realmente cada incumplimiento, negligencia o desastre económico tiene detrás a una persona con nombre y apellidos.
Si no se logran los rendimientos planificados, no se cumplen las producciones físicas, no se entregan las cifras contratadas y se dispara la cadena de impagos, es cosa habitual escuchar todo tipo de justificaciones, menos una postura valiente que asuma el desacierto y diga qué hará para dar solución al problema.
Si de campaña en campaña no se garantiza el alimento para los animales, crecen las muertes vacunas, no se les paga a los campesinos por la venta de su ganado o se incumple lo estipulado en los convenios porcinos, vuelven las explicaciones, las falsas promesas y las disquisiciones entre lo “objetivo” y lo “subjetivo”.
Tal “estratégico” proceder se repite una y otra vez si se hizo una mala planificación, no se aseguraron las materias primas, se ofrece un servicio o producto de mala calidad, no se emplearon correctamente los recursos asignados o se desabastece el mercado sin una “oportuna” información a los consumidores.
Buena cuota de responsabilidad le toca, por supuesto, a quienes, desde un rango superior, aceptan pasivamente que les pasen gato por liebre y se dejan envolver por discursos demagógicos y entusiastas compromisos sacados de la chistera al estilo de los más hábiles prestidigitadores.
En tiempos de profundas transformaciones económicas, poseedoras también de una fuerte dimensión social, cultural y ética, constituye una necesidad inmediata desterrar tan nocivos hábitos, que irremediablemente conllevan a la inacción y a la convivencia con los problemas en los colectivos laborales.
El reto no es fácil, pero hay que enfrentarlo: solo con valentía, señalando las causas de los problemas y sus responsables, poniendo todas las cartas sobre la mesa y adoptando acuerdos que generen soluciones, se puede evitar que nos cocinen a “todos” en la misma salsa de la desidia y la irresponsabilidad.
Sin embargo, en una buena cantidad de ellas (para no pecar de absoluto) los informes y las intervenciones de los presentes apenas tocan la epidermis del asunto en cuestión, envueltos en generalidades, cifras incomprensibles y anécdotas intrascendentes, amén de uno que otro bostezo o “pestañazo”.
Pocas veces se señalan las causas que generan un resultado negativo, y mucho menos se menciona al responsable directo de la pifia, única manera de coger al toro por los cuernos y que no logre escapar entre reflexiones filosóficas, “haraquiris” a destiempo e insulsas y agotadoras diatribas.
En tales escenarios es muy frecuente, casi obligado, hablar en primera persona, pero del plural: somos, tenemos, nos ha faltado, no hemos sido capaces, debemos reconocer… Queda entonces la duda: ¿a quién le ha faltado?, ¿quién no ha sido capaz?, ¿quién debe reconocer que ha errado?
Lo peor del caso es que, gracias a ese lenguaje envolvente, la responsabilidad casi siempre se diluye y todos, colectivos enteros, van a parar al mismo saco de los inculpados, cuando realmente cada incumplimiento, negligencia o desastre económico tiene detrás a una persona con nombre y apellidos.
Si no se logran los rendimientos planificados, no se cumplen las producciones físicas, no se entregan las cifras contratadas y se dispara la cadena de impagos, es cosa habitual escuchar todo tipo de justificaciones, menos una postura valiente que asuma el desacierto y diga qué hará para dar solución al problema.
Si de campaña en campaña no se garantiza el alimento para los animales, crecen las muertes vacunas, no se les paga a los campesinos por la venta de su ganado o se incumple lo estipulado en los convenios porcinos, vuelven las explicaciones, las falsas promesas y las disquisiciones entre lo “objetivo” y lo “subjetivo”.
Tal “estratégico” proceder se repite una y otra vez si se hizo una mala planificación, no se aseguraron las materias primas, se ofrece un servicio o producto de mala calidad, no se emplearon correctamente los recursos asignados o se desabastece el mercado sin una “oportuna” información a los consumidores.
Buena cuota de responsabilidad le toca, por supuesto, a quienes, desde un rango superior, aceptan pasivamente que les pasen gato por liebre y se dejan envolver por discursos demagógicos y entusiastas compromisos sacados de la chistera al estilo de los más hábiles prestidigitadores.
En tiempos de profundas transformaciones económicas, poseedoras también de una fuerte dimensión social, cultural y ética, constituye una necesidad inmediata desterrar tan nocivos hábitos, que irremediablemente conllevan a la inacción y a la convivencia con los problemas en los colectivos laborales.
El reto no es fácil, pero hay que enfrentarlo: solo con valentía, señalando las causas de los problemas y sus responsables, poniendo todas las cartas sobre la mesa y adoptando acuerdos que generen soluciones, se puede evitar que nos cocinen a “todos” en la misma salsa de la desidia y la irresponsabilidad.
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