Ade escuela en Gaza. |
La soldadesca israelí desató su furia y
su artillería, contra los límites de un espacio cuyas paredes han
arropado saberes, historias y recuerdos que hoy, solo anidan en las
miradas. Ametrallaron ventanas, -las pocas que convivieron en ese
lugar-, para triturar las alas de la luz y el trazo de la metáfora.
Proyectiles al acecho cercenaron
descascaradas sillas y mesas escolares, para dejarlas huérfanas,
tullidas de dolor y sin acento ante la nostalgia. En tiempos de pobrezas
compartidas, -en sus pies- habitaron los nardos de la danza. Ellas han
sido el sostén de los cuadernos y de la risa. De personitas reunidas que
vinieron a ese lugar de culto y de esperanza.
Ellos también querían hacerse gigantes.
En ese espacio de sosiego y juegos, de risas y escrituras veladas.
Sintieron que eran algo más que nacer y morir. Algo más que nada.
Todo está derruido como hojas secas en
medio del infierno. Las paredes gravitan teñidas de balas, de gruesos
morteros escupidos como lanzas. Escenifican hoy quebradas posturas, pues
amenazan con desplomarse ausentes de algún destello y la compañía de
extrañas miradas.
Los pliegos y enredaderas de polvos
desmenuzados se golpean entre si, tras la brasa de proyectiles que aún
transitan frescos en sus gargantas. El troquelar de sus mortíferas
puntas, han hecho sórdidas huellas del horror ante los predios donde
habitó la palabra.
Nadie puede anular la esperanza de los
saberes y la virtud de escuchar una prosa destellada. Todas ellas valen
para encender el lirismo en medio de la nada, de esa otra nada.
No hay acento mortífero que con sus
encendidos brazos, queme la empeñada idea de tomar la palabra. No
existen bombas ni proyectiles secos que entierren vocabularios, mapas
antiguos o cuentos de quebradas.
En ese lugar emergió la música, la poesía
horonda y los colores del agua. Vino un niño a dibujarlos todos,
poblando canciones, polvos de estrellas y gritos de esperanza. En donde
hoy han quedado los boquetes de la muerte, el los regó con las epístolas
de sus miradas.
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