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martes, enero 21, 2014

OEA: La gran decepción

por  Jorge Gómez Barata
El modo de contar ciertos episodios históricos obvia ángulos significativos.
Así ocurre con el origen de la Organización de Estados Americanos (OEA), la primera organización regional de su tipo que nació como una reivindicación, una transacción o un premio de consuelo; convirtiéndose en una gran decepción.
Alejada geográficamente de los escenarios de la II Guerra Mundial, casi todos los países del hemisferio se alinearon con los aliados y se sumaron a los trabajos para la creación de la ONU, que fue fundada por 50 países de los cuales 21 eran iberoamericanos.
El entusiasmo latinoamericano se enfrió cuando en el borrador de la Carta de la ONU se incluyó el Capítulo VI que autorizaba el uso de la fuerza (muchas veces usadas contra ellos), y sobre todo, la clausula que concedía a los miembros permanentes del Consejo de Seguridad la potestad de veto. El rechazo del veto en América Latina fue liderado por Alberto Lleras Camargo, ex presidente de Colombia, ministro de exteriores y embajador de su país en Washington.
En 1945 en Latinoamérica se habían efectuado ya 8 conferencias panamericanas y multitud de otros eventos, circunstancias que dotaron a los diplomáticos de la región de experiencias para desempeñar un papel destacado en las conferencias de Dumbarton Oaks y San Francisco en las cuales se redactó la Carta de la ONU.
Conocedor de la posición latinoamericana, Estados Unidos convocó a todos los países. Así entre febrero y marzo de 1945, se efectuó la Conferencia de Chapultepec presidida por Ezequiel Padilla, secretario de relaciones exteriores de México y en la cual participaron 18 países representados por conocidos políticos y diplomáticos. Entre otros Alberto Lleras Camargo, Galo Plaza, Joaquín Balaguer, Víctor Paz Estensoro y Guillermo Torriello. Edward Stettinius,
Secretario de Estado y Nelson Rockefeller representaron a Estados Unidos, mientras Gustavo Cuervo Rubio, Pelayo Cuervo Navarro, Eduardo R. Chibás, y Manuel Bisbé a Cuba. La Conferencia fue inaugurada por Manuel Ávila Camacho, presidente de México.
A pesar de las presiones, la Conferencia reiteró que: “El Derecho Internacional es norma de conducta para todos los Estados. Los Estados son jurídicamente iguales. Cada Estado es libre y soberano y ninguno podrá intervenir en los asuntos internos o externos de otro. El territorio de los estados americanos es inviolable. Los estados americanos no reconocen la validez de la conquista terri¬torial…”
Obviamente tales enunciados significaban un rechazo a las pretensiones de otorgar poderes desmesurados a la organización que se gestaba, y de asentar la seguridad internacional sobre la base del predominio de los Cinco Grandes cuya posición fue categórica: “Hay veto o no hay ONU”.
Si bien los diplomáticos latinoamericanos tenían aprensiones respecto al uso que Estados Unidos pudiera hacer del veto, más inaceptable les resultaba el derecho que se concedía a países europeos, a China y a la Unión Soviética para intervenir en los asuntos hemisféricos. Un periodista echó leña al fuego: “Imaginemos que para decidir un diferendo entre Chile y México sea necesario contar con Churchill, Stalin o Chiang Kai-shek”.
El diferendo fue zanjado por el compromiso de constituir una organización regional con carta, estructuras y derechos análogos a los de la ONU para dilucidar los problemas hemisféricos. Esa y no otra es la génesis de la OEA, nacida en Bogotá el 30 de abril de 1948. Lo mismo que la ONU la organización se dotó de un componente militar (Pacto de Río), un tribunal interamericano y una comisión de derechos humanos. La idea era apropiada, el error fue incluir a Estados Unidos.
El resto de la historia es conocido. Estados Unidos hegemonizó a la OEA, que en lugar de impedir el injerencismo y el intervencionismo yankee le sirvió de instrumento, llegando a convertirse en una caricatura

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