En apenas 18
años, el siglo XXI de América Latina ha experimentado dos oscilaciones
políticas de envergadura. En el pasado, la región vivió cambios similares, pero
no de manera tan seguidas. El siglo XXI, se inauguró con el triunfo (1998) del
comandante Hugo Chávez, en Venezuela. Siguieron Lula, en Brasil, Kirschner, en
Argentina, Evo Morales, en Bolivia, Correa, en Ecuador, Lugo, en Paraguay,
Zelaya, en Honduras, el Frente Amplio, en Uruguay, el FMLN, en El Salvador, y
el FSLN, en Nicaragua.
Hay que agregar a la
Revolución cubana, que celebraba más de 40 años de triunfos. Además, se
instalaron en el poder partidos socialdemócratas en Chile, Perú, Costa Rica y
República Dominicana. De hecho, quedaron relativamente aislados los gobiernos
conservadores de Colombia, Panamá y México. Para sorpresa de muchos, la vieja
correlación de fuerzas que enfrentaba a EEUU a un continente dividido
políticamente y subordinado a las exigencias de Washington, parecía haber
cambiado.
Quienes pensaban así
subestimaron la capacidad de EEUU. De una vez, puso en acción una agenda
neoliberal para la región. Los llamados gobiernos de izquierda no eran
socialistas, tampoco promovían revoluciones políticas. Todos tenían en común un
programa que favorecía a los sectores sociales más marginados económicamente y
reprimidos políticamente. La agenda de los gobiernos “progresistas” quería
erradicar la pobreza y promover la inclusión política. Las propuestas de
desarrollo y democracia se volvieron las ofertas cotidianas.
EEUU no aceptó los cambios y
movilizó todos los recursos a su alcance para destruir los experimentos
sociales en la región. La primera tarea fue desatar la “guerra mediática” que
incluía tácticas psicológicas para tergiversar los programas de izquierda. La
ofensiva consistió en declarar a los gobernantes progresistas enfermos
mentales, en promover la idea de que eran ladrones y asesinos. Los medios más
poderosos de EEUU citan a los Think Tanks financiados por el gobierno de
Washington para desprestigiar a los gobernantes latinoamericanos. En segundo
lugar, arremetían con un sistema judicial en contra de los líderes. Finalmente,
lograban derrocar, desterrar, detener o eliminar a los gobernantes
progresistas.
En la actualidad, la
correlación de fuerzas entre los progresistas y los conservadores se ha dado
vuelta y estos últimos se encuentran gobernando en la mayoría de los países de
la región. Ahora son los países con gobiernos progresistas que se encuentran
aislados. Es el caso de Venezuela y Bolivia, sobrevivientes de la ofensiva
conservadora organizada por Washington. Cuba sigue siendo sometida a un bloqueo
económico implacable.
También Nicaragua y El
Salvador son países sometidos a las tácticas mediáticas de desestabilización.
El caso de la patria de Sandino, merece un estudio a fondo (que no haremos
aquí). Todas las tácticas utilizadas por EEUU en el Medio Oriente (la primavera
árabe), en Europa oriental (las movilizaciones naranjas) y en Asia oriental (el
movimiento de los paraguas) se están aplicando en Nicaragua. El gobierno
sandinista de Daniel Ortega –llevado de la mano por EEUU– pactó con los gremios
empresariales y la cúpula de la Iglesia católica, pensando que encontraría la
fórmula para gobernar. Además, cometió el error de negociar un préstamo con el
Fondo Monetario Internacional (FMI).
Algo parecido a un pacto con
el diablo. Ortega logró el préstamo poniendo las jubilaciones a los pensionados
como colateral. La protesta de los asegurados fue inmediata. Ortega canceló, de
una vez, el pacto con el FMI. Sin embargo, EEUU ya tenía montada su estrategia.
Desató en primera instancia una ofensiva de los empresarios y de la Iglesia
católica. Enseguida, movilizó a la llamada sociedad civil entrenada, financiada
y armada por los Think Tanks norteamericanos.
Ortega fue cuestionado en
todos los medios de EEUU, Europa y el resto del mundo. Más aún, algunos
sectores de la izquierda latinoamericana, mencionados más arriba, se sumaron a
las denuncias, pidiendo incluso la renuncia de quien fuera uno de los nueve
comandantes sandinistas que derrocaron a Somoza. Una facción sandinista de
oposición al FSLN también se unió a los sectores más conservadores de
Nicaragua, pidiendo la destitución de Ortega. Parecía un deja vu a la hondureña
o brasileña.
El Grupo de Lima llevó el
caso de Nicaragua a la OEA para denunciar al gobierno sandinista. Sus
intenciones fracasaron, ya que una amplia mayoría entendió que existía una
conspiración y no una intención de resolver el conflicto en la patria de
Sandino. El FSLN tiene que avanzar introduciendo las nuevas generaciones en la
dirección del país para neutralizar a EEUU y sus enemigos internos.
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