Panameños, el pueblo que olvida su historia está condenado a repetirla. La buena vecindad con los gringos, no es garantía de salvación.
Recomiendo el libro "No tenemos derecho a olvidar" del escritor cubano Lázaro Mora, ex embajador de Cuba en Panamá cuando la invasión.
Por Lili Mendoza, Publicado en La Estrella de Panamá el 8.12.2019.
A treinta años de la Invasión a Panamá, el no reconocimiento de la fecha representa el riesgo de nuevas pérdidas, que se añadirán a las muchas que sufrimos a partir de la Noche Mala.
Declaro ser ciudadano, no
historiador ni académico. Tampoco soy periodista. Escribo esto en calidad de
testigo de un ataque militar planeado y ejecutado por el ejército de otra
nación: tenía quince años y vivía en el sexto piso del edificio Poli, en
Calidonia. El servicio de mapas de Google me sitúa —en ese instante— a 2.4
kilómetros del Chorrillo, 2.1 kilómetros del Cerro Ancón. Hoy, cuando corro mis
6 km/22 minutos en el tramo marino de la Cinta Costera, ojos fijos en el cerro
y su bandera, entiendo con la claridad del espanto por qué la Noche Mala me
entró en los huesos para nunca ausentarse, y comprendo las razones de mi
rechazo al silencio oficial que nos deja, a la nación, sin fecha en el
calendario, mientras sorteamos todas las otras, aún con las heridas del
conflicto y su negación.
A diario también me llegan nuevas
de la gestión y quehacer de la cultura nacional, comunicaciones preñadas de
términos que siento a menudo confundimos y resultan en la imposibilidad de
abordar el peso de lo que no se dice y lo que falta por hacer. Memoria e
Historia no son sinónimos, pero intento explicarlos en mi sencillez de hombre
común: Memoria es lo que recordamos cuando nada nos queda y es el dominio de
las gentes, de los vivos. Al igual que nosotros, también es dinámica porque es
susceptible al ir y venir de la vida misma: es la “dialéctica del recuerdo.”1
Un amigo académico me pasa una batería que lee “los mitos son creaciones a
partir de memorias transformadas para cumplir con un propósito social o
cultural. Se pierden recuerdos “objetivos” y se generan mitos.”2 Hablamos de
memoria porque no hay más, es lo que queda cuando no existe ya un vínculo a la
historia. La memoria es emotiva y se sostiene sobre una base de recuerdos
subjetivos, inexactos. La Historia, por otro lado, es el dominio del rigor
científico y lo exacto, pertenece a todos (no a un solo individuo) y está
sujeta al análisis crítico.
A menudo, al escuchar, ver y
asistir a actividades que abordan la Invasión, confirmo que estos dos conceptos
están siendo confundidos; peor, que están siendo aceptados como sustitutos, uno
del otro. Si la exactitud de las fechas yace en el dominio de la Historia, ésta
no podrá investigarse, mucho menos escribirse—entiéndase con el rigor de la
investigación académica, no periodística—sin el reconocimiento del 20 de
diciembre de 1989 como la fecha en que Estados Unidos cometió una agresión
militar contra la República de Panamá y perecieron panameños en números aún no
certeros. Los gritos siguen conmigo.
El mismo amigo me indica que no
existe una cronología de la Invasión. Mis propios recuerdos de esa noche y los
días que siguieron, no puedo ordenarlos. ¿Cuándo entraron los norteamericanos
al edificio Poli para redar las oficinas públicas (IRHE y Ministerio de
Educación) que ocupaban sus primeros pisos? ¿Día 2, 5? No sé. Sabré cuando
converse con otros inquilinos del edificio y comparemos notas. A eso hemos
llegado. Mientras tanto, nosotros los ciudadanos recurrimos a lo que sí vimos y
lo que otros nos contaron: Sólo narraciones, relatos, testimonios, ausencias,
dolores, las vidas perdidas, los desaparecidos. Sin embargo, sabemos bien y
profundo, sin incertidumbre alguna, la última vez que vimos a los que nos
quitaron. Al terror de esa noche sumo éste: temo que el paso del tiempo y la
revisión de nuestras memorias dé paso a la desmemoria y, eventualmente, al
mito. Sin fecha no habrá investigación, no se escribirá la Historia y, por lo tanto,
no habrá quien la aprenda.
El solo reconocimiento oficial de
la fecha sienta el precedente para que el Estado incluya la inversión en
gestión de recobro de evidencias (documentación), su clasificación y
disponibilidad pública como parte de un plan nacional de cultura, de forma que
las palabras de moda en nuestro argot cultural—identidad, memoria, histórico,
historia—y sus “productos” no distorsionen la herida para callarnos y a los que
perdimos.
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