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En la edición dominical del Miami News, el 12 de abril de 1959, rubricado por el periodista Jim Carson, aparece el relato de Frank Carter sobre lo acontecido durante su encuentro casual con Fidel en la Ciénaga de Zapata.
Veinticinco años de caza y pesca nos producen compañeros extraordinarios a cualquier deportista. Pero esta sociedad de pesca de tres días pertenece a la clase de aventuras únicas en el mundo.
Nuestro grupo de pescadores turistas incluía a mi socio, Charles Alexander, de Orlando, Florida, y a media docena de hombres de Texas. Wayne Dyer, de Auburndale, Florida, dirigía estas excursiones de pesquería a la Laguna del Tesoro.
Volamos de Miami a La Habana. Hicimos el viaje de 90 millas hasta uno de los pantanos más desolados de Cuba por automóvil, tren y avión. Llegamos al campamento de Dyer, una estructura flotante de dos cabañas, al mediodía del martes 23 de marzo [de 1959].
Unos minutos más tarde, cuando salimos de los aviones acuáticos estábamos en lanchas de motor, dirigiéndonos hacia donde abundan las lobinas.
Al amanecer de la mañana siguiente –el miércoles– salimos otra vez. El apetito que yo había logrado bajo el saliente sol de la mañana desapareció al llegar al campamento al mediodía.
Allí, en traje completo de campaña y bien armados, había alrededor de una docena de soldados cubanos. Llevaban barbas y pelo largo, siguiendo el patrón de las fotografías que hemos visto tanto estos últimos meses.
Yo esperaba lo peor.
Entonces, Dyer, que había quedado en el campamento apareció en la puerta de la cabaña. Su amplia sonrisa calmó mi miedo momentáneamente, pero me pregunté, ¿podrían estos soldados armados ser amigos nuestros?
Amarramos el bote, nos bajamos y entramos a la cocina.
Allí, sentado a la mesa estaba la persona a quien menos esperaba yo ver en este lugar tan apartado –el campeón barbudo del pueblo cubano–, Fidel Castro.
Una rápida conversación en español fue interrumpida abruptamente cuando Dyer nos presentó. Ya mi sorpresa había sido sustituida por tranquilidad.
Los cubanos habían traído equipos para acampar, pero, debido a la insistencia de Dyer, se hospedaron con nosotros.
Nuestra cabaña había sido construida para acomodar a ocho, pero en los tres días siguientes durmieron 16.
Un guardia armado estaba parado a pocos pies de la cama de Castro, cada cuatro horas lo sustituía un nuevo guardia.
El equipo de pesquería para el grupo completo de cubanos consistía en dos líneas de 75 libras.
No tenían cañas ni carretes de ningún tipo.
Poco después de la llegada de los cubanos, tratamos de enseñar a Castro y algunos de los de su grupo a pescar desde el muelle con las cañas usuales.
Trataron de hacerlo, e inmediatamente lo hicieron con facilidad y algún grado de exactitud.
Castro sonreía con deleite al tirar a bastante distancia en el agua.
“¡Miren! Sin enredarlo”, exclamó. “¿Voy de pesquería con ustedes mañana?”, preguntó Castro.
Mañana hubiera estado muy bien, pero no esperamos. Después de almuerzo, Castro, Fidel Jr., el guía cubano, Charles Alexander y yo, todos subimos a un bote de pesca de 16 pies, de aluminio.
Nuestro guía arrancó el motor y estábamos en camino.
Me tiré de mi asiento para tomar una fotografía del grupo. Nunca olvidaré al hombre barbudo que obtuvo la fama como rebelde cubano.
Sujetaba un tabaco a medio fumar firmemente con sus dientes. Tenía la cabeza descubierta bajo el sofocante sol de la tarde. Su cara tostada por el sol se veía casi sin expresión detrás de su barba y bigote.
Cuando llegamos al lugar donde abundan las lobinas, Castro seleccionó un gusano negro de plástico, entre nuestras enredadas cajas de carnada.
Yo lo amarré y él lo lanzó, tan expertamente como si hubiera estado usando carnada artificial durante años.
No dudarán de esto si alguna vez han pescado en la Laguna del Tesoro: una lobina mordió firmemente su primera carnada.
“Cogiste uno”, grité, probablemente mostrando más entusiasmo que el mismo Castro.
Se movió hacia atrás con determinación, y por un momento pensé que iba a romper la caña.
Cuando el pez se acercó al barco, alargué la mano, agarré su línea, y extraje una lobina de unas dos libras y media.
Castro sonrió con aprobación. Pero perdió poco tiempo en admirarlo. Antes de que yo pudiera colocarlo en algún lugar, ya había colocado otra carnada.
Unos minutos más tarde ya había pescado otra lobina, esta vez manejando todo el equipo sin problemas.
Habiendo visto por lo menos cien de este tamaño el martes, y teniendo confianza de que Castro vería por lo menos otros tantos en los próximos dos días, tiré este pescadito al agua.
Hubiera ocasionado una reacción más suave si hubiera tirado al propio Castro al agua. Casi se tiró detrás del pescado.
Dijo algo en español, aparentemente dirigiéndose a todos.
“Se va a quedar con todos los peces que coja”, nos dijo el guía.
Durante dos días estuvo de pie en el bote casi todo el tiempo, constantemente pescando. Desde luego, que su entretenimiento con la ametralladora rompía la rutina de cuando en cuando.
Nunca fallaba cuando su objetivo estaba a una distancia razonable. Y una distancia razonable para Castro está fuera del alcance del tirador normal.
Cuando regresamos al campamento el miércoles por la tarde, Castro se paró a varios cientos de pies del muelle. Exhibió las cuarenta lobinas que había pescado y saludó con deleite a los cubanos de su grupo que lo esperaban.
Dyer tenía gruesos T-bone steaks, muchos esperando para ser cocinados sobre carbón. Pero Castro había pensado comer pescado.
Freímos el pescado.
Los escritores han predicado durante largo tiempo que uno llega a conocer a un hombre mejor, pescando con él, que en ninguna otra forma de compañerismo. Debe ser así.
Este es el Fidel Castro con quien vivimos, a quien respetamos y a quien nos agradó conocer: es un hombre dedicado con fervor al pueblo cubano.
Contraria a cualquier idea que yo haya podido tener de Fidel Castro como un fiero guerrillero, lo encontré de carácter gentil, inteligente y bien educado.
Castro tuvo cuidado al hacer un paralelo entre el Movimiento que dirigió y las revueltas que ocupan lugares prominentes en nuestros libros de historia.
“Estoy pensando ahora en sus pilgrims”, dijo, “ellos también buscaban la libertad”.
Me contó las atrocidades por los compinches de Batista, las cuales en palabras de Castro, “hacen que las torturas alemanas de la Segunda Guerra Mundial parezcan simples bromas”.
Pescamos en aguas llanas, con muchas plantas y cerca de pantanos. Un número de veces incontables, ató carnadas, algunas de las cuales pudimos recuperar; otras las perdimos.
Pero el nerviosismo y malas palabras tan comunes al pescador americano bajo las mismas condiciones no estaban presentes en este hombre.
Son esta misma paciencia y determinación, según creo, unidos a su útil ametralladora y una vista aguda, las que han ayudado a transformar al guerrillero de montaña Fidel Castro en el primer ministro de su país.
Y en un experto en pesca también. [1]
Semanas después, el Comandante en Jefe viaja a Estados Unidos y, el 22 de abril de 1959, los pescadores norteamericanos van a su encuentro.
Frank Carter, de Atlanta, y Charles Alexander, de Orlando, Florida se abren paso a través del cordón policíaco, de la vigilancia de los detectives y de la escolta personal diciendo:
–“Somos compañeros de pesca de Fidel. Estuvimos con él en la Laguna del Tesoro”.
Fidel los reconoce y les recuerda. Les palmea los hombros con su franca cordialidad. (…) Los visitantes le traen un regalo valioso. Es una caña de pescar adornada en oro. Una inscripción reza: “A Fidel, compañero, libertador y pescador”. [2]
[1] Tomado de Revolución, pp. 1 y 12, La Habana, 13 de abril de 1959.
[2] Ver Sección en Cuba, Bohemia, (18): 83, La Habana, 3 de mayo de 1959.
(Tomado de http://lahistoriabiencontada.wordpress.com)
Veinticinco años de caza y pesca nos producen compañeros extraordinarios a cualquier deportista. Pero esta sociedad de pesca de tres días pertenece a la clase de aventuras únicas en el mundo.
Nuestro grupo de pescadores turistas incluía a mi socio, Charles Alexander, de Orlando, Florida, y a media docena de hombres de Texas. Wayne Dyer, de Auburndale, Florida, dirigía estas excursiones de pesquería a la Laguna del Tesoro.
Volamos de Miami a La Habana. Hicimos el viaje de 90 millas hasta uno de los pantanos más desolados de Cuba por automóvil, tren y avión. Llegamos al campamento de Dyer, una estructura flotante de dos cabañas, al mediodía del martes 23 de marzo [de 1959].
Unos minutos más tarde, cuando salimos de los aviones acuáticos estábamos en lanchas de motor, dirigiéndonos hacia donde abundan las lobinas.
Al amanecer de la mañana siguiente –el miércoles– salimos otra vez. El apetito que yo había logrado bajo el saliente sol de la mañana desapareció al llegar al campamento al mediodía.
Allí, en traje completo de campaña y bien armados, había alrededor de una docena de soldados cubanos. Llevaban barbas y pelo largo, siguiendo el patrón de las fotografías que hemos visto tanto estos últimos meses.
Yo esperaba lo peor.
Entonces, Dyer, que había quedado en el campamento apareció en la puerta de la cabaña. Su amplia sonrisa calmó mi miedo momentáneamente, pero me pregunté, ¿podrían estos soldados armados ser amigos nuestros?
Amarramos el bote, nos bajamos y entramos a la cocina.
Allí, sentado a la mesa estaba la persona a quien menos esperaba yo ver en este lugar tan apartado –el campeón barbudo del pueblo cubano–, Fidel Castro.
Una rápida conversación en español fue interrumpida abruptamente cuando Dyer nos presentó. Ya mi sorpresa había sido sustituida por tranquilidad.
Los cubanos habían traído equipos para acampar, pero, debido a la insistencia de Dyer, se hospedaron con nosotros.
Nuestra cabaña había sido construida para acomodar a ocho, pero en los tres días siguientes durmieron 16.
Un guardia armado estaba parado a pocos pies de la cama de Castro, cada cuatro horas lo sustituía un nuevo guardia.
El equipo de pesquería para el grupo completo de cubanos consistía en dos líneas de 75 libras.
No tenían cañas ni carretes de ningún tipo.
Poco después de la llegada de los cubanos, tratamos de enseñar a Castro y algunos de los de su grupo a pescar desde el muelle con las cañas usuales.
Trataron de hacerlo, e inmediatamente lo hicieron con facilidad y algún grado de exactitud.
Castro sonreía con deleite al tirar a bastante distancia en el agua.
“¡Miren! Sin enredarlo”, exclamó. “¿Voy de pesquería con ustedes mañana?”, preguntó Castro.
Mañana hubiera estado muy bien, pero no esperamos. Después de almuerzo, Castro, Fidel Jr., el guía cubano, Charles Alexander y yo, todos subimos a un bote de pesca de 16 pies, de aluminio.
Nuestro guía arrancó el motor y estábamos en camino.
Me tiré de mi asiento para tomar una fotografía del grupo. Nunca olvidaré al hombre barbudo que obtuvo la fama como rebelde cubano.
Sujetaba un tabaco a medio fumar firmemente con sus dientes. Tenía la cabeza descubierta bajo el sofocante sol de la tarde. Su cara tostada por el sol se veía casi sin expresión detrás de su barba y bigote.
Cuando llegamos al lugar donde abundan las lobinas, Castro seleccionó un gusano negro de plástico, entre nuestras enredadas cajas de carnada.
Yo lo amarré y él lo lanzó, tan expertamente como si hubiera estado usando carnada artificial durante años.
No dudarán de esto si alguna vez han pescado en la Laguna del Tesoro: una lobina mordió firmemente su primera carnada.
“Cogiste uno”, grité, probablemente mostrando más entusiasmo que el mismo Castro.
Se movió hacia atrás con determinación, y por un momento pensé que iba a romper la caña.
Cuando el pez se acercó al barco, alargué la mano, agarré su línea, y extraje una lobina de unas dos libras y media.
Castro sonrió con aprobación. Pero perdió poco tiempo en admirarlo. Antes de que yo pudiera colocarlo en algún lugar, ya había colocado otra carnada.
Unos minutos más tarde ya había pescado otra lobina, esta vez manejando todo el equipo sin problemas.
Habiendo visto por lo menos cien de este tamaño el martes, y teniendo confianza de que Castro vería por lo menos otros tantos en los próximos dos días, tiré este pescadito al agua.
Hubiera ocasionado una reacción más suave si hubiera tirado al propio Castro al agua. Casi se tiró detrás del pescado.
Dijo algo en español, aparentemente dirigiéndose a todos.
“Se va a quedar con todos los peces que coja”, nos dijo el guía.
Durante dos días estuvo de pie en el bote casi todo el tiempo, constantemente pescando. Desde luego, que su entretenimiento con la ametralladora rompía la rutina de cuando en cuando.
Nunca fallaba cuando su objetivo estaba a una distancia razonable. Y una distancia razonable para Castro está fuera del alcance del tirador normal.
Cuando regresamos al campamento el miércoles por la tarde, Castro se paró a varios cientos de pies del muelle. Exhibió las cuarenta lobinas que había pescado y saludó con deleite a los cubanos de su grupo que lo esperaban.
Dyer tenía gruesos T-bone steaks, muchos esperando para ser cocinados sobre carbón. Pero Castro había pensado comer pescado.
Freímos el pescado.
Los escritores han predicado durante largo tiempo que uno llega a conocer a un hombre mejor, pescando con él, que en ninguna otra forma de compañerismo. Debe ser así.
Este es el Fidel Castro con quien vivimos, a quien respetamos y a quien nos agradó conocer: es un hombre dedicado con fervor al pueblo cubano.
Contraria a cualquier idea que yo haya podido tener de Fidel Castro como un fiero guerrillero, lo encontré de carácter gentil, inteligente y bien educado.
Castro tuvo cuidado al hacer un paralelo entre el Movimiento que dirigió y las revueltas que ocupan lugares prominentes en nuestros libros de historia.
“Estoy pensando ahora en sus pilgrims”, dijo, “ellos también buscaban la libertad”.
Me contó las atrocidades por los compinches de Batista, las cuales en palabras de Castro, “hacen que las torturas alemanas de la Segunda Guerra Mundial parezcan simples bromas”.
Pescamos en aguas llanas, con muchas plantas y cerca de pantanos. Un número de veces incontables, ató carnadas, algunas de las cuales pudimos recuperar; otras las perdimos.
Pero el nerviosismo y malas palabras tan comunes al pescador americano bajo las mismas condiciones no estaban presentes en este hombre.
Son esta misma paciencia y determinación, según creo, unidos a su útil ametralladora y una vista aguda, las que han ayudado a transformar al guerrillero de montaña Fidel Castro en el primer ministro de su país.
Y en un experto en pesca también. [1]
Semanas después, el Comandante en Jefe viaja a Estados Unidos y, el 22 de abril de 1959, los pescadores norteamericanos van a su encuentro.
Frank Carter, de Atlanta, y Charles Alexander, de Orlando, Florida se abren paso a través del cordón policíaco, de la vigilancia de los detectives y de la escolta personal diciendo:
–“Somos compañeros de pesca de Fidel. Estuvimos con él en la Laguna del Tesoro”.
Fidel los reconoce y les recuerda. Les palmea los hombros con su franca cordialidad. (…) Los visitantes le traen un regalo valioso. Es una caña de pescar adornada en oro. Una inscripción reza: “A Fidel, compañero, libertador y pescador”. [2]
[1] Tomado de Revolución, pp. 1 y 12, La Habana, 13 de abril de 1959.
[2] Ver Sección en Cuba, Bohemia, (18): 83, La Habana, 3 de mayo de 1959.
(Tomado de http://lahistoriabiencontada.wordpress.com)
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