por Diana M. Lorenzo Santos
Mientras Eisenhower tomaba su café hirviente y miraba hacia el sur de la ventana presidencial, ardía La Habana. Ardía La Habana con su Encanto.
Era 13 de abril de 1961. Hacía ya casi un mes que había firmado, bajo la presión de la Cámara, la orden que autorizaba a la CIA a organizar un proyecto subversivo para derrocar a “los Castros y su pandilla de comunistas”.
Era 13 de abril de 1961. Hacía ya casi un mes que había firmado, bajo la presión de la Cámara, la orden que autorizaba a la CIA a organizar un proyecto subversivo para derrocar a “los Castros y su pandilla de comunistas”.
Mientras Eisenhower tomaba su café hirviente, y miraba hacia el sur de la ventana presidencial, le ardían también las manos a Carlos González Vidal. Aquel hombre tenía dos caras: empleado eficiente de la mayor tienda de Cuba.
Siete pisos, 65 departamentos de venta, casi mil empleados y una bien ganada fama dentro de los clientes por sus artículos exclusivos: El Encanto. Volviendo a Carlos. Su otro yo, ya no se mostraba tan solapado, como unos meses antes cuando sostenía criterios anexionistas con su pariente Reynold González, jefe de la Estación CIA de Miami.
Ahora denotaba agresividad contra la Revolución Cubana. No se limitaba en sus críticas, censuras y comentarios adversos a las medidas populares que el gobierno adoptaba en detrimento de latifundistas y transnacionales estadounidenses. El cartel de “CERRADO” se volcó en el cristal de la puerta.
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