Tiempo de chacales, hienas y serviles
Tomado de Correo del Orinoco Facebook/Por Carlos Fazio
Los hechos se han precipitado en la búsqueda de una salida golpista en Venezuela, auspiciada por la administración de Donald Trump a través de su añejo instrumento político-ideológico de la guerra fría, la Organización de Estados Americanos (OEA).
La incesante y sistemática campaña propagandística mediática de la derecha imperial e internacional, dirigida a instalar en la opinión pública mundial la versión de que Venezuela vivió un “autogolpe” de Estado, tiene poco que ver con la realidad. La ofensiva responde, más bien, a una lectura aviesamente manipulada de la decisión adoptada el 30 de marzo por la Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia (TSJ), mediante la cual ese órgano judicial había atraído de manera temporal facultades de la Asamblea Nacional (AN), en tanto ésta pone fin a la situación de desacato en la que se encuentra desde julio de 2016.
La decisión fue rectificada dos días después tras un acuerdo entre los poderes públicos agrupados en el Consejo de Defensa para mantener el equilibrio de poderes. Al respecto, cabe consignar que en Venezuela existen 5 poderes: Ejecutivo, Legislativo, Judicial, Electoral y Ciudadano, que funcionan de manera independiente y autónoma. La Constitución establece inteligentes contrapesos para que ninguno de ellos avasalle a los otros.
A diferencia de las monarquías y las repúblicas parlamentarias, desde 1811 Venezuela tiene un sistema político presidencialista como el de Estados Unidos, México y varios países sudamericanos, incluidos Chile, Ecuador y Brasil. Al Presidente de la República lo vota directamente la ciudadanía y ejerce funciones de jefe de Estado. Es decir, la dirección del país.
En ese contexto, la única instancia a la que deben obedecer todos los poderes es la Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia, que es “el máximo y último intérprete de la Constitución”. Pero sucede que desde su instalación en enero de 2015, la Asamblea Nacional, de amplia mayoría opositora, afirmó que en “seis meses” sacaría del Gobierno al presidente Nicolás Maduro.
A partir de entonces, apoyado por el Pentágono y el Departamento de Estado de Estados Unidos −y su mascarón de proa, la Organización de Estados Americanos−, el plan golpista denominado “La salida” ha venido ensayando distintas modalidades de la guerra no convencional (o asimétrica), incluidos el terrorismo mediático, la desestabilización económica y la violencia callejera de las guarimbas, para desplazar al presidente legítimo, Nicolás Maduro, del gobierno.
Inclusive, el 9 de enero de 2017, en un acto eminentemente anticonstitucional, la Asamblea Nacional desconoció al Presidente bajo la acusación de que había hecho “abandono del cargo” −algo absurdo y falaz dado que Maduro se mantenía día y noche trabajando en el palacio de Miraflores− y propuso convocar a elecciones presidenciales en el plazo de un mes.
Al votar a favor de un golpe de Estado, los asambleístas de la derecha venezolana agrupada en la Mesa de Unidad Democrática (MUD) se pusieron al margen de la Constitución y por voluntad propia cayeron en desacato, mismo que se acentuó con la juramentación ilegal de tres diputados de Amazonas impugnados por fraude electoral e ilegítimamente incorporados a ese parlamento (unicameral) por su directiva.
Tras ser declarada en desacato por el TSJ, la Asamblea Nacional se declaró en rebeldía, negándose a cumplir su función legislativa, y con apoyo de congresistas de la ultraderecha de Estados Unidos como el senador Marco Rubio y del secretario general de la OEA, Luis Almagro, ha buscado asumir las funciones del Poder Ejecutivo, lo que a todas luces constituiría un golpe de Estado.
Como ocurre con el constitucionalismo europeo y estadounidense, en Venezuela, cuando hay un conflicto entre poderes, el Tribunal Supremo puede asumir competencias del Parlamento. A guisa de ejemplo, en sus primeros dos meses de gobierno Donald Trump ha tenido que acatar decisiones recientes del Tribunal Supremo de Estados Unidos.
El 30 de marzo, el TSJ había asumido de manera accidental y coyuntural algunas funciones del órgano legislativo, para cubrir el vacío legal producido por más de un año de ausencia de la AN por autoanulación y desacato a la sentencia que lo obliga a la desincorporación de los tres diputados que la directiva anterior, en actitud prepotente, juramentó bajo la falsa afirmación de que la Asamblea era el poder supremo y no tenía por qué obedecer dictamen alguno de ningún otro poder.
Ante la gritería mediática desatada por las corporaciones de la industria del entretenimiento bajo control monopólico privado (en particular los noticieros de las grandes cadenas de radio y televisión) y los medios impresos agrupados en la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) para satanizar al Gobierno Bolivariano de Venezuela, es necesario informar que de las medidas temporales adoptadas por el TSJ, ninguna suponía la “disolución” de la Asamblea legislativa y tampoco ningún parlamentario fue “destituido”, como de manera facciosa se manejó urbi et orbi.
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