Por: Javier Montenegro| Cuba Ahora
Para mí los reyes magos no eran solo unos locos con turbante que el seis de enero les daba por repartir juguetes. Unos años en catequesis e interpretando a Baltazar en pequeñas representaciones me habían dado una idea de quiénes eran ellos. Me refiero como niño, no como adulto; pero igual, lo más importante era que cargaban con juguetes cada nuevo año.
No recuerdo ningún regalo en específico de aquellas frías mañanas en que iba disparado al árbol de navidad o mis padres me traían a la cama lo que ellos habían dejado en la noche. La pistola, el camión o el antifaz tenían más función de termostato que de juguete. Tampoco recuerdo ninguna decepción en cuanto los regalos: mis padres se encargaban de asesorarme en la escritura de la carta, y al final siempre pedía lo que fuese posible y no tanto lo que yo deseaba. Era mejor así, todos salían ganando y no había caras largas por no recibir lo deseado.
No recuerdo ningún regalo en específico de aquellas frías mañanas en que iba disparado al árbol de navidad o mis padres me traían a la cama lo que ellos habían dejado en la noche. La pistola, el camión o el antifaz tenían más función de termostato que de juguete. Tampoco recuerdo ninguna decepción en cuanto los regalos: mis padres se encargaban de asesorarme en la escritura de la carta, y al final siempre pedía lo que fuese posible y no tanto lo que yo deseaba. Era mejor así, todos salían ganando y no había caras largas por no recibir lo deseado.
En alguna ocasión, cuando pregunté a mis amigos qué le habían dejado los reyes, me miraron con mala cara y me dijeron “son tus padres, ellos no existen”. Traté de insistir y ellos con muy mala leche hicieron lo mismo. Fue un intento de asalto a la imaginación, y aun así preferí creer en lo que me hacía feliz. Daba igual quién trajera los juguetes, mis padres habían sembrado en mí una tradición que otros “papás” prefirieron dar de lado, y no por falta de recursos.
¿Cómo conseguían los juguetes? Ni idea. Cuando uno es niño no piensa en eso. La situación en la casa quizás no fuese la peor, pero tampoco existía una bonanza económica. Mi padre iba a trabajar en bicicleta a La Habana, y nosotros vivíamos en Guanajay. Eso da una medida. Tampoco supe cuando pequeño que otros compañeros de aula no recibían regalos, si alguien tocaba el tema, una respuesta vaga era lo mejor. Quizás mis padres me aconsejaron no tocar el tema de los regalos para evitar herir la sensibilidad de algún compañero, o tal vez fue el maestro que un día dejó claro que la visita de tres señores con turbantes, sacos mágicos con capacidad infinita y tiempo suficiente para visitar una gran cantidad de hogares del mundo era cuestión de las tradiciones de cada familia. No lo recuerdo.
Y en el fondo, ¿de qué se trata los regalos de los reyes magos? Primero, celebrar el nacimiento del niño Jesús, pero más importante, de vender. Darles el chance a los padres de comprar los sueños de sus hijos e insistirles en la necesidad de portarse bien para ser premiados; aunque en el fondo, casi nunca nadie le ponga a su niño del alma un saco de carbón bajo la cama. Las tiendas abarrotadas de juguetes, las largas colas y los niños con las ropitas con girones, algo sucias y desgastadas parados frente a una vitrina inmensa llena de sueños inalcanzables, son las imágenes más relacionadas con el día de reyes. Las personas prefieren quedarse con lo más triste, aunque ese mismo niño tenga la piel pegada a los huesos porque en casa no da para acumular grasas, solo lo ven el día en que otros intentan darle una alegría a sus hijos. Hablar de cuántos padres no tienen para comprarle un juguete a un hijo y no de cuántos se acuestan con hambre o no llevan nada de merienda a la escuela, ni aplacan la furia de los jugos gástricos en la mañana, es cuando mínimo, superficial. Un parlamento como “¿tú sabes cuántos no pueden recibir un juguete porque sus papás no pueden comprárselo, o peor, no tienen papás?” es muy ruin, es arruinarle el día al pequeño, es hacerle sentirse mal consigo mismo por algo que él no tiene culpa. Tienes todo un año para explicarle cuán mal está el mundo, pero no un seis de enero. Ese es un día para la tradición, para que las tiendas saquen cuentas de las ganancias o para ignorar la fecha, cada quien toma la posición que desee; hoy no es el día de recordar a los infantes que no pueden siquiera estar en pie por la debilidad de la inanición, son los otros trescientos sesenta y cuatros días
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