Horas después de que se fueran los soldados, el fuego todavía iluminaba la noche, impregnada por el olor rancio de la carne humana quemada. Rosario López fue una de las pocas que sobrevivió.
Era el 11 de diciembre de 1981 y, en la mañana, iba a visitar a su madre, que vivía más abajo, en la hondonada de La Joya, una aldea perdida en los confines de El Salvador.
Fue entonces cuando los vio. A la orden de uno de los jefes, comenzaron a separar a los hombres a un lado, a las mujeres del otro, a los niños hacia más allá.
De pronto oyó unos quejidos, un movimiento inusual: estaban disparando a unos, cortando el cuello a otros, violando a las mujeres más jóvenes.
Quiso gritar, correr hacia los miembros de su familia que estaban matando, estar con ellos, correr la misma suerte.